miércoles, 24 de mayo de 2017

ALÉTHEIA: La historia de la verdad

Hace más o menos cinco mil años, o sea, cuando faltaba tanto tiempo para que naciera el filósofo Parménides como tiempo ha pasado desde entonces, vivían los "griegos" como un pueblo de pastores al norte de la cordillera de los Balcanes. No sólo no se les pasaba por la cabeza que algún día sus descendientes darían origen a una maravillosa civilización en las costas del mar Egeo, sino que ni siquiera habían oído hablar de las tierras que luego se llamarían la Hélade. Agamenón, Ulises, Herodoto, Aristóteles, Arquímedes, Cleopatra, Luciano e Hipatia no eran ni tan siquiera un sueño.
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La historia que voy a contaros es la de un chaval, Protómaco, que vivía en una de aquellas aldeas montañosas cuidando un rebaño de cabras. La verdad es que Protómaco pasaba gran parte del tiempo lejos de la aldea, en un pequeño valle donde dejaba ramonear a sus cabras todo el día, antes de encerrarlas en un redil de piedras e irse a descansar él mismo en una diminuta y basta choza, cuya entrada cubría una cortina de lana, deslucida y raída, pero que proporcionaba la suficiente intimidad para que nadie pudiese ver desde el exterior las prácticas a las que el hiperhormonado adolescente sometía cada dos por tres a alguna de sus cabras.
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Un día, el viejo Tiresias, el cotilla oficial de la tribu, andaba deambulando por las montañas, meditando en sus cosas, o sea, en las de todos y cada uno de los habitantes de la aldea y de las cuatro o cinco aldeas más próximas, cuando escuchó un balido un poco extraño procedente de la cabaña de Protómaco. Pensando que quizá el chico necesitase ayuda para asistir al parto de un cabritillo, o algo así, Tiresias se llegó a la cabaña, descubrió la cortina, y se encontró al chaval con la túnica levantada y en muy comprometida posición tras la grupa de una preciosa y nívea cabrita, que lanzaba de vez en cuando alguno de aquellos extraños balidos que habían llamado la atención del anciano.
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Tiresias volvió a cerrar la cortina sin tiempo para que Protómaco le explicase nada y salió pitando de allí. El chico, abochornado, tardó unos cuantos días en atreverse a volver a bajar a la aldea, pero cuando lo hizo, comprobó que allí no se hablaba de otra cosa que de su aventura caprina. Quíone, su madre, fue lo primero a lo que se refirió en cuanto lo encontró, bromeando con unos cuantos amigotes en el ágora del poblado:
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-¿Es verdad lo que va contando Tiresias por ahí? ¿Es verdad que te ha descubierto? -le preguntó sin disimular ni un ápice su enfado.
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Lo de "¿es verdad?" lo dijo como lo decían los griegos de entonces: "¿ésti órthos?", o sea, digamos, algo así como "es recto", o "es correcto". Una expresión, "órthos", emparentada con la palabra "rásti" (que también significa "recto") que se usa para decir "verdad" en algunas lenguas iranias, tan indoeuropeas como el griego.
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La respuesta de Protómaco, envalentonado por la presencia de sus amigotes, a los que la historia de las cabras no dejaba de darles un puntito de envidia, causó gran hilaridad entre la muchachada.
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-No es verdad, es descubierto -contestó, e intentando hacerse oír sobre las risas de sus amigos, que con aquella aclaración se reían aún más, continuó-: Tiresias descubrió lo que descubrió al retirar la cortina que me cubría. Eso dice él, pero a saber lo que vio.
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"Descubierto" era, en la lengua de aquellos proto-griegos, "alethés" (de "léthein", o sea, "cubrir"). En fin, la cosa no pasó de ahí, aunque a Quíone no le hizo ninguna gracia la broma de su hijo y se encargó de manifestar su mal humor durante mucho tiempo, cada vez que lo volvía a ver. La única consecuencia importante que tuvo aquella anécdota fue un minúsculo cambio en la forma de hablar de los amigotes de Protómaco. Cada vez que tenían que emplear la palabra "verdadero" o "verdad", en vez del "órthos" de toda la vida, decían "alethés", y se partían de risa, imaginándose a Tiresias descorriendo la cortina y encontrando al otro lado la escena del chico y la cabra.
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Tanto fue el éxito de aquella broma, que al cabo de unos años casi nadie en la aldea utilizaba la expresión "órthos" para decir que algo es verdadero (aunque seguían haciéndolo para indicar que algo, como una rama o un camino, era recto). Las risas que acompañaban al uso de la nueva expresión fueron haciéndose cada vez menos intensas, y al final los amigos de Protómaco, en su vejez, únicamente sonreían un poco al decirla, o guiñaban un ojo. Los hijos y los nietos de estos ancianos, a los que nunca nadie les había contado por qué para decir que lo que alguien estaba contando era verdad se decía que era "alethés", y a para decir que uno tiene que contar la verdad se decía la "alethéia", esos nuevos griegos simplemente adoptaron el uso de la expresión sin cuestionárselo, aunque un poco extrañados porque sus mayores pusieran esa cara de misterio al usarlo. Aquello contribuyó a que los descendientes de Protómaco y sus amigos considerasen la verdad (o sea, la "alethéia") como algo todavía más importante que como la consideraban antes del episodio erótico-caprino.
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¿Y qué pasó con nuestro amigo el joven zoófilo? Lo cierto (lo "alethés") es que le costó encontrar pareja (quiero decir, pareja humana), pues las chicas de la aldea se lo pensaban mucho antes de dejar que aquel miembro viril acostrumbrado a otro tipo de orificios penetrase en los suyos, pero al final la tentación de los rebaños de Protómaco fue un argumento insuperable para que alguna familia decidiera unirse a la del chico, y formó un matrimonio feliz que tuvo muchos hijos, a los que, en honor de la fuente de riqueza de aquel clan, terminaron llamando "los Corintios", o sea, "los de las cabras", pues "koré" es como llamaban los griegos a aquella especie de artiodácticos.