jueves, 3 de marzo de 2016

El escepticismo, una breve e incierta historia (7): La guerra de las vulgatas.

Quien haya ido siguiendo esta serie habrá seguramente aprendido unos cuantos detalles sorprendentes acerca de la historia del pensamiento occidental. P.ej., el hecho de que los antiguos escépticos consideraban que era la suspensión de la creencia, más bien que la certeza, lo que con más seguridad nos conduciría a la felicidad (mediante la virtud de la imperturbabilidad: ataraxía). O el hecho de que el empirismo radical, aunque usualmente asociado en nuestros días con algún tipo de idealismo (la tesis de que los "datos sensibles", hechos de algún tipo de sustancia mental, son nuestro único acceso directo al conocimiento), estaba en sus orígenes más bien asimilado a una forma típica de materialismo. O el hecho de que el objetivo de la mayor parte de los escritos de los escépticos, hasta los primeros siglos de la Edad Moderna, no era la fe, o la religión en absoluto, sino más bien lo que sus contemporáneos tomaban como "ciencia". Vamos a hacer un breve desvío en la cronología de nuestra historia (que en la entrada anterior alcanzó a Hume, en la cumbre de la Ilustración), para analizar, como cierre de esta historia, de qué modo la religión acabó convirtiéndose en la víctima paradigmática de los argumentos escépticos.
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Por supuesto, ya habían sido nuestros amigos los filósofos griegos los que habían empezado a ofrecer algo así como una "crítica racional de la religión". Por ejemplo, el presocrático Jenófanes de Colofón (siglo VI aC) había ya puesto de manifiesto la irracionalidad de atribuir cualidades antropomórficas a los dioses, y más tarde los epicúreos habían sometido también a un escrutinio radical las prácticas tradicionales asociadas a las religiones establecidas, basadas en ideas erróneas sobre la naturaleza de los dioses (quienes, según Epicuro, eran tan perfectos y felices que no podían sentir la más mínima preocupación por las miserias humanas). Pero como vimos en las entradas tercera y cuarta de esta serie, la mayoría de los autores medievales y renacentistas que podrían clasificarse como "escépticos" no dirigieron sus argumentos contra las "verdades reveladas" de las religiones de la época, sino más bien contra las teorías filosóficas más aceptadas en aquel tiempo. Es más, en muchos casos su escepticismo fue usado más bien como un arma contra quienes pretendían defender la posible superioridad de la investigación racional sobre la fe.
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De todas maneras, durante más de un milenio de contacto con las teorías filosóficas, las religiones monoteístas no habían tenido una relación precisamente fácil con ellas. El filósofo platónico Celso (siglo II dC) había ofrecido una crítica devastadora de algunas afirmaciones centrales de los cristianos, mostrando que eran literalmente absurdas desde un punto de vista racional, pero el trabajo de un colosal ejército de teólogos durante los siglos siguientes (empezando con el primer crítico de Celso, Orígenes) había ayudado a construir un complejo andamiaje filosófico que sirvió para hacer que los dogmas de la religión pudieran ser más o menos digeribles para las mentes razonablemente lógicas, aunque la mayor parte de los intentos de elaborar un diálogo entre la revelación y cualquiera de los filósofos clásicos había conducido a una miríada de escaramuzas, a veces sangrientas, y a la conclusión de que, cualquiera que fuese la relación entre la "razón" y la "fe", la segunda era inmensamente superior en cuanto fundamento de nuestro conocimiento sobre dios y sobre nuestra "salvación".
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Entre las religiones "del Libro", las nociones de "fe" y "revelación" eran difícilmente distinguibles de sus textos sagrados respectivos: la Torá, la Biblia, o el Corán. De hecho, la más joven de las tres grandes religiones monoteístas fue desde el principio tan consciente de esa identidad que dedicó todos los esfuerzos posibles para preservar la integridad de su propio texto sagrado, un esfuerzo humano que, por supuesto, aunque mucho más exitoso que en el caso de las biblias hebrea y cristiana, no pudo ser absolutamente infalible. Esto significa que el escrutinio racional de los textos sagrados siempre constituyó un peligro sustancial para la integridad de la fe, y las religiones intentaron construir un formidable muro protector institucional que impidiera que el estudio de esos libros fuera realizado en sitios o por personas inapropiadas. Fueron, por supuesto, los humanistas del renacimiento quienes dieron el paso obvio de pensar que, aquello que estaban haciendo para "recuperar" la pureza de los textos de los filósofos, poetas, gramáticos e historiadores griegos y latinos, también podía hacerse para analizar los propios textos bíblicos.
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Esto resultaba aún más claro para los católicos romanos (no sólo comparado con los judíos y los musulmanes, sino con los cristianos griegos ortodoxos), pues en su caso, el texto sagrado, reverenciado, y supuestamente infalible que para ellos era "la palabra de dios", no era otra cosa que una traducción, una traducción que era en su mayor parte la obra de un solo hombre, san Jerónimo, entre los siglos IV y V de nuestra era. Era este texto latino, conocido como la Vulgata, el que era usado en las misas católicas, además de como la más autorizada fuente de citas para apuntalar cualquier opinión, sentencia o discurso. Naturalmente, los católicos no podían realmente pretender que dios "hablaba" latín, como los musulmanes afirman que Alá "habla" en árabe, pues ni Moisés, ni Jesús, ni san Pablo hablaban o escribían en el idioma de Julio César (Pablo quizá podría hablarlo o entendero, si era verdad que era un ciudadano romano, pero todos sus escritos preservados esta´n en griego, incluyendo su Carta a los romanos). Además de eso, la Biblia cristiana, y en particular el Nuevo Testamento, al contrario que el Corán, es una colección heterogénea de libros escritos por muy diversos autores durante un período de un siglo o más, de los cuales sobrevivían muchas copias no siempre coherentes entre sí, y además en competencia con otros muchos textos (después conocidos como "apócrifos") que también reclamaban para sí mismos la autenticidad asociada a los apóstoles de Jesús o a sus primeros seguidores.
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Para muchos humanistas del renacimiento, la tentación de aplicar su savoir-faire filológico al problema de establecer una edición correcta del texto griego del Nuevo Testamento, así como una traducción adecuada al latín, debió de ser harto excitante. Corresponde a Erasmo de Rotterdam el mérito de haber sido el primero en acabar ese trabajo, en una formidable carrera por la prioridad contra el equipo que editó la Biblia Políglota Complutense. Erasmo publicó la primera edición impresa del Nuevo Testamento griego (con el título de Novum Instrumentum, y luego conocida como Textus Receptus) en 1516, mientras que los académicos a cargo de la edición de la Biblia de Alcalá, encargada por el cardenal Cisneros a un equipo cuyo director fue Diego López de Zúñiga, no la pudieron ver publicada hasta 1520 (aunque se dice que el Nuevo Testamento estaba impreso ya en 1514, y su publicación se retrasó hasta que estuviera completa la traducción del Antiguo). En su encargo ofical, Cisneros afirmaba que su fin más importante era "revivir el hasta ahora durmiente estudio de las escrituras" con la ayuda de los mejores eruditos que fuera posible; incluso se intentó enrolar al propio Erasmo en el equipo (al que pertenecían varios judíos conversos), pero el flamenco rechazó la invitación y prefirió trabajar en su propio proyecto, quizá teniendo acceso a más y mejores manuscritos en las bibliotecas italianas y alemanas. La negativa de Erasmo dio ocasión a su famosa frase "non placet Hispania" (en una carta escrita a Tomás Moro), lo que algunos atribuyen a la prevalencia de gentes de origen judío en el mundillo intelectual español de aquella época.
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Los humanistas tenían tres quejas principales en relación con la Vulgata. En primer lugar, el texto, tras más de un milenio de copiar manuscrito tras manuscrito uno por uno, se había corrompido hasta un grado inadmisible para un filólogo: hacia el siglo XV, saber cuál era exactamente el texto de la traducción de san Jerónimo se había convertido en un serio problema en muchos casos, pues algunos manuscritos contenían lecturas diferentes en muchos puntos. En segundo lugar, el hecho, ya mencionado, de que la Vulgata era ella misma una traducción, hacía que se deseara una buena y fiable edición del texto griego, que seguramente iluminaría mejor el sentido de la revelación divina. Y en tercer lugar, y no menos importante: el texto de la Vulgata era... pues eso, vulgar. Al fin y al cabo, el papa de origen lusitano Dámaso I había encargado a san Jerónimo una traducción de la Biblia a un lenguaje que la mayor parte de los hablantes de latín de la época pudieran entender con cierta facilidad, pues la mayor parte de las traducciones parciales que existían por entonces (lo que luego se denominó Vetus Latina) habían sido vertidas en un lenguaje más bien "clásico" (digamos, "ciceroniano"), un lenguaje que a todo el mundo, salvo los muy letrados, se había convertido en casi ininteligible, sobre todo porque la mayor parte de los hablantes de latín en el siglo IV no tenían orígenes romanos. Las sutilezas gramaticales y léxicas de un Virgilio o de un Lucrecio, que más de un milenio después harían las delicias de los humanistas, habían sido aplastadas generación tras generación de "bárbaros" que, a lo largo del Imperio, habían sido forzados a aprender latín como adultos, o de boa de gente que lo había aprendido así; un latín que no recibían, por otra parte, desde los exaltados escritos de los poetas, sino más bien desde las procaces bocas de rústicos sargentos. El trabajo de Jerónimo había consistido, por tanto, en traducir la Biblia al latín vulgar, o sea, el comprensible por el vulgo, y de ahí su sobrenombre de "Vulgata". De hecho, la mayoría de los textos del Nuevo Testamento tampoco habían sido escritos originariamente en un griego demasiado elevado, por decir lo mínimo, de modo que una traducción "ciceroniana" de ellos era más bien una cierta traición a su estilo.
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No obstante, el esfuerzo de producir una edición y una traducción mejores de la Biblia difícilmente pudo mantenerse en las tranquilas aguas de la erudición filológica. Zúñiga, por ejemplo, compuso varios panfletos contra Erasmo, acusándole de ser mucho mejor filólogo que teólogo (es decir, de saber y entender mejor a los autores clásicos latinos que a los padres de la Iglesia; no era una crítica baladí, pues era en los escritos de estos primeros teólogos en los que san Jerónimo se basó para muchas de sus elecciones léxicas). Desde el punto de vista del español, esto había llevado a Erasmo a cometer graves errores en su traducción, ofreciendo lecturas que podían ser usadas para justificar casi cualquier herejía concebible, y que pronto fueron asociadas al más odiado de los villanos de la época, tanto en Italia como en España (Lutero, por supuesto), a pesar de la indicación del propio Erasmo de que él mismo había publicado montones de obras criticando las tesis del reformador alemán y defendiendo la legitimidad de la Iglesia de Roma. Un par de ejemplos de lo que decimos: la traducción de Erasmo dice mysterium o arcanum en los pasajes en losq ue la Vulgata se refiere al matrimonio como un sacramentum, lo que podía interpretarse como una negación del poder de la iglesia. También eligió traducir el girego kyriótetos como dominium, en vez de con la palabra elegida por Jerónimo (dominatio). Esto puede parecer una diferencia trivial, pero Zúñiga argumentaba que dominatio es una opción preferible porque "dominationes" es cómo se llamaba tradicionalmente a uno de los coros de ángeles de las cortes celestiales (recuérdese la angelo-zoología del Pseudo-Dionisio, que vimos de pasada en la tercera entrada de esta serie). La respuesta de Erasmo, tan epicúrea como sarcástica, a esta última crítica fue que no se imaginaba que los ángeles se fueran a sentir muy ofendidos por ser llamados "dominios" en vez de "dominaciones".
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Tras innumerables disputas como estas, una versión "definitiva" de la Vulgata, más o menos aceptable para los humanistas) fue encargada por la Iglesia Católica en el concilio de Trento, en la segunda mitad del siglo XVI, y publicada finalmente en 1590, gracias al trabajo de Zúñiga, Erasmo y tantos otros. Para entonces, de todas formas, la beligerancia sobre el texto sagrado de los cristianos había dejado hacía muchas décadas el campo de batalla de las bibliotecas, escritorios y universidades, para instalarse de modo irreversible en la ruptura de la propia cristiandad occidental. Incluso la idea de producir una versión latina actualizada de la Biblia se había hecho obsoleta a causa de la defensa protestante de la libertad de cada cristiano a leer el texto sagrado en su propia lengua vernáculo... una tesis que, muy probablemente, el papa lusitano san Dámaso habría entendido perfectamente bien mil doscientos años atrás. Pero esa libertad, en un momento en el que la visión del mundo estaba cambiando tan rápido y tan profundamente, iba pronto a convertirse en el peor enemigo de la supuesta verdad de la Biblia, como veremos en la última entrada de esta serie.
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El escepticismo (y 8)