jueves, 17 de noviembre de 2016

Menú de multiversos



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Os dejo el podcast de mi última intervención en A hombros de gigantes (RNE), esta vez sobre los distintos tipos de "multiversos" que se consideran posibles en algunas teorías físicas.

miércoles, 2 de noviembre de 2016

Tres razones por las que la ciencia es relevante para la filosofía


Ciencia y filosofía son en principio actividades distintas, aunque no tanto como para ser dos especies completamente separadas: dentro de la ciencia hay muchísima diversidad -de enfoques, de métodos, de problemas, de presuposiciones, etc.-, como también la hay dentro de la filosofía, y algunas de las variedades de una y otra no están tan lejos como puede parecer desde otras variedades. Pero, por muy distintas que puedan ser, o no ser, lo que sí es meridianamente claro es que la ciencia (recuérdese: episteme, en griego) es uno de los objetos, o temas, o cuestiones, de los que se ha venido ocupando la filosofía desde hace milenios, y sobre el que trabajamos miles de filósofos en la actualidad (por ejemplo, haciendo filosofía de la ciencia, como otros hacen filosofía de la historia, de la religión, de la política, del arte, o de la moral...).
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En particular, la ciencia es relevante filosóficamente por varios motivos:
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- Primero, porque la filosofía siempre ha intentado ser una visión integradora de los distintos saberes, teóricos o prácticos, vigentes en cada época. Es decir, la filosofía tiene vocación de ofrecer una "cosmovisión", una concepción lógica y coherente de la naturaleza, del ser humano, de su historia, de las sociedades, y de nuestros valores. Pretender desarrollar una tal cosmovisión desde la ignorancia de lo que la ciencia pueda tener que aportar sobre esos temas, es algo que sencillamente no me entra en la cabeza. No creo que Aristóteles, Descartes o Kant hubieran tomado muy en serio a alguien que les hubiera dicho algo como "venga, chavales, que lo que estamos haciendo es filosofía, dejaos de rollos sobre si el cielo es así o asá, sobre si los cuerpos se mueven así o asá, o sobre si los principios de la física y las matemáticas hay que interpretarlos así o asá".
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- Segundo, porque la teoría del conocimiento es uno de los núcleos principales de la tradición filosófica, y el conocimiento científico es, lo queramos o no, uno de los principales ejemplos de conocimiento, aquel en el que los seres humanos hemos puesto más esfuerzo por asegurar que las conclusiones a las que llegamos son realmente conocimientos, y no meras opiniones sujetas al albur de cada uno. Por supuesto, este esfuerzo no siempre lleva a resultados tan firmes y válidos como desearíamos, pero, en comparación con otras "formas de conocimiento", la ciencia lo ha hecho en bastante mayor medida. Uno, por supuesto, puede abordar los problemas de la teoría del conocimiento limitándose a ejemplos del tipo "fulano sabe dónde ha dejado las llaves del coche", o "mengano cree lo que le dice el horóscopo", pero, sinceramente, creo que será mucho más útil poner a prueba nuestras teorías del conocimiento (la que a cada uno le parezca más atractiva) viendo qué es lo que esas teorías nos permiten decir sobre cómo se las han apañado los seres humanos para averiguar con bastante seguridad algunas cosas tremendamente difíciles de averiguar, y también, a menudo, tremendamente absurdas desde el punto de vista del "sentido común" -o de las teorías filosóficas- desde las que se partía antes de averiguarlo.
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- En tercer y último lugar, nos guste o no, la ciencia, y las tecnologías que se han desarrollado a su alrededor (a veces gracias a ella, a veces ellas mismas contribuyendo al desarrollo de la ciencia) son una parte fundamental e ineliminable del mundo y la sociedad en los que vivimos. Por decirlo husserlianamente, el smartphone (como tantas otras cosas de origen científico) es ahora mismo parte integral de nuestro Lebenswelt. Tanto si nos parece que esa imbricación de la tecnociencia en la vida humana tiende a deshumanizarla, como si nos parece que más bien contribuye a fomentar nuestro "florecimiento" como seres humanos (y seguramente la verdad estará más bien en un término medio), lo que un filósofo no puede hacer (o esa al menos es la opinión del equipo docente) es ocultar la cabeza como el avestruz ante la tecnociencia y soñar con desarrollar una filosofía que sólo tuviera en cuenta las realidades sociales y culturales presentes en el neolítico (y ni aún así: el neolítico fué el mismo el resultado de una especie de "revolución tecnocientífica").

domingo, 2 de octubre de 2016

La filosofía del futuro y el futuro de la filosofía

Podéis ver en este enlace mi charla titulada "La filosofía del futuro y el futuro de la filosofía", en el Foro Futuro Próximo (Escuela de Ingenieros Industriales, UPM, 1.10.2016). Hablo sobre mi concepción de la filosofía y qué puede pasar con ella si se cumplen los pronósticos de Yuwal Harari en su reciente libro Homo Deus.
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viernes, 3 de junio de 2016

¿Cómo de científicas son las ciencias sociales?

Os dejo el enlace al podcast de mi intervención en "A hombros de gigantes", de RNE, hablando sobre los problemas específicos de las ciencias sociales para proporcionarnos conocimientos objetivos.

sábado, 28 de mayo de 2016

Sobre Philip K. Dick e Isaac Asimov

Este fin de semana se ha emitido el último episodio de la serie "Más ciencia que ficción", en el programa de la UNED en La 2, y en el que hablo sobre Philip K. Dick. Os dejo el vídeo del programa.

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Aprovecho para colgaros también el primer episodio, en el que hablaba sobre Isaac Asimov.
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domingo, 8 de mayo de 2016

El escepticismo, una breve e incierta historia (y 8): ¿tienes religión o cerebro?

Como habréis podido imaginar tras la lectura de las entradas de esta serie, no fue nada fácil convertir el escepticismo en un arma contra las creencias religiosas. Esto no significa que las críticas de la religión no hubieran existido antes de, pongamos, la Edad Moderna. Sin necesidad de mencionar a nuestros adorables griegos, en la Edad Media hubo un puñado de pensadores árabes que no parecían estar nada contentos con la supuesta verdad del Islam. Por ejemplo, el poeta y filósofo sirio Al-Ma'arri (nacido cerca de Aleppo hacia el final del siglo X) criticaba la religión y sus escrituras sagradas por ser sólo una colección de leyendas y cuentos absurdos, pero sobre todo criticaba los creyentes por aceptar los dogmas de las religiones sin someterlos al escrutinio de la razón. Al-Ma'arri llegó incluso a escribir que "los habitantes de la tierra son de dos clases: los que tienen cerebro, pero no religión, y los que tienen religión, pero no cerebro". Como muchos de los autores que encontraremos más abajo, Al-Ma'arri no era un ateo estrictamente hablando, pues no negaba la existencia de dios, aunque probablemente pensaba en la divinidad como un ser impersonal, y rechazaba explícitamente la vida en el más allá. Otros dos casi contemporáneos de este autor fueron los persas Al-Rawandi y Al-Warraq, con ideas semejantes sobre la irracionalidad de la mayor parte de las creencias religiosas. Curiosamente, "Ibn Warraq" fue el pseudónimo elegido para ocultar el nombre real del autor de un famoso libro de 1995, Por qué no soy musulmán.
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En Occidente, las críticas abiertas a la Biblia tuvieron que esperar varios siglos más. Esto no significa que la Biblia fuera leída de modo totalmente acrítico y ciegamente literal. Los padres de la Iglesia y los teólogos habían asumido que las palabras de la Biblia eran usualmente alegóricas, y que contenían un significado trascendente para el que el significado lateral no era a menudo de gran relevancia. También era obvio para los expertos que la Escritura contenía contradicciones patentes (p.ej., en tres de los cuatro evangelios la Última Cena ocurre en jueves, mientras que en el evangelio de Juan ocurre en miércoles), y también era evidente el hecho de que el propio Jesucristo hablaba a sus discípulos a través de "parábolas", de modo que, ¿por qué no asumir que buena parte de lo que dice la Biblia son también algún tipo de "parábolas"? Pero, más allá de estas razones marginales y demasiado técnicas (sólo consideradas por los poquísimos capaces de dedicarse al estudio literal de la Biblia) para sospechar que no todo el texto bíblico podía ser literalmente verdadero, el hecho es que la mayor parte de lo que decía se asumía "por defecto" que era... bueno, la Palabra de Dios, y por lo tanto, la más verdadera de todas las verdades.
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Pero el comienzo de las traducciones y ediciones impresas masivas de la Biblia en lenguas vernáculas, a partir del siglo XVI, así como la proliferación de las disputas teológicas y filológicas, no sólo entre estudiosos católicos, sino entre miembros de confesiones diferentes y rivales, todo eso hizo que más y más gente empezase a sentirse capaz de tener alguna opinión sobre lo que está escrito en la Biblia. Quizá el primer autor importante que se atrevió a publicar en un libro una crítica más o menos sistemática del contenido de la Escritura fue el filósofo inglés Thomas Hobbes (1588-1679), también uno de los fundadores del empirismo y el materialismo modernos, aunque es conocido sobre todo como el padre de la moderna teoría política. A Hobbes lo siguió poco después Benito Spinoza (1632-1677), el abanderado holandés del racionalismo, que era un judío de origen sefardí (muy probablemente portugués). Ambos autores son también importantes por ser los primeros en defender que la religión no debe sólo estar separada del Estado, sino que debe estar sometida a leyes que emanan de las fuentes políticas de la soberanía. No es un dato irrelevante que ambos filósofos incluyeran sus argumentos sobre la Biblia en libros cuyo tema principal era la política: el Leviatán -1651- en el caso de Hobbes, y el Tratado Teológico-Político -publicado anónimamente en 1670- en el de Spinoza. Lo más relevante para nosotros ahora es, de todas formas, sus argumentos sobre la Biblia considerada como un documento histórico; o más precisamente, cómo esos argumentos ayudaron a transformar la Biblia, desde "la Sagrada Escritura", en "Un mero libro más de los tiempos antiguos".
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En su Leviatán, Hobbes usa continuamente la Biblia como una fuente de autoridad y de inspiración filosófica, de manera semejante a como muchos otros autores habían hecho durante los siglos anteriores (Leviatán mismo es, después de todo, una bestia mitológica mencionada en el Génesis, y que Hobbes emplea como metáfora del poder político entendido como la unión de las voluntades de todos los ciudadanos). Pero por primera vez, el autor no se abstiene de discutir la verosimilitud racional de lo que la Biblia dice, ni de ofrecer una interpretación racionalista o naturalista de esos textos e historias, en lugar de una interpretación mística. Por ejemplo, en un famoso pasaje de su obra, Hobbes discute qué tipo de autoridad tendrían los Diez Mandamientos para el pueblo de Israel, teniendo en cuenta que, incluso aunque las Leyes hubieran sido dadas directamente por Dios a Moisés en el monte Sinaí, el pueblo no había visto eso, y tan sólo observó a Moisés bajando de la montaña con las Tablas y diciendo que se las había dado Dios. Según Hobbes, esto implica que, para el pueblo, la autoridad de los Mandamientos tenía tan sólo la naturaleza de una ley política, a la que estaban obligados a asentir sólo por la autoridad política que Moisés tenía sobre ellos, pero no tenían por qué admitirlo como una ley religiosa.
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Hobbes fue también el primero en formular públicamente la conjetura de que Moisés no pudo haber sido el autor (o al menos, el único autor) de todo el Pentateuco, como afirma la tradición, pues en algunas partes el texto se refiere a acontecimientos que supuestamente tuvieron lugar después de la muerte de Moisés. También critica la interpretación de muchas de las historias de la Biblia como ejemplos de acontecimientos sobrenaturales y milagrosos, e inaugura la tradición de interpretarlos como narraciones confusas y magnificadas de fenómenos puramente naturales.
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La aproximación de Hobbes al problema de la "autenticidad" de la Biblia no fue, de todas formas, sistemático, sino sólo un aspecto marginal de su uso de la Escritura como fuente de autoridad para su propio proyecto filosófico-político. De modo similar, otros autores contemporáneos que empezaron a someter a crítica la verdad de muchos otros pasajes bíblicos y la preservación de su contenido litural después de siglos y siglos de copiado, también utilizaron estos argumentos como estategias en sus propios planes teológicos y políticos. Un ejemplo fue Isaac de La Peyrère, un calvinista francés de origen judío que negaba que Adán hubiera sido el primer hombre o que todos los hombres vivos hoy en día descendieran de Noé. O Samuel Fisher, un quáquero que fue el primero en discutir el problema de cómo la transmisión textual de la Escritura podía haber corrompido la revelación. O Adam Boreel, un profesor holandés que afirmaba que Moisés, Jesús y Mahoma eran sobre todo líderes políticos que usaban la religión como un modo e incitar a la gente a seguirlos. La tesis de Boreel fue muy influyente en un libro publicado de modo anónimo varias décadas más tarde (1716), y que llegó a ser muy famoso durante la Ilustración: Les trois impesteurs, una supuesta traducción al francés de un imaginario manuscrito latín del siglo XIII, un texto al que Voltaire dedicó su famosa réplica de que "si dios no existiera, habría que inventarlo".
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Por su parte, Spinoza intentó un enfoque más sistemático y racionalista. También puso sus argumentos al servicio de un proyecto político, aunque muy diferente del de Hobbes: ambos afirmaban que la autoridad religiosa debía estar subordinada al poder del gobierno civil, peor el inglés defendí aun régimen absolutista que usara la religión como herramienta para mantener el poder absoluto del rey, mientras que Spinoza es uno de los padres del republicanismo democrático, e intentó enunciar el uso de la religión como una amenaza para el desarrollo libre y racional de la humanidad. Educado como un judío ortodoxo en la sociedad relativamente tolerante de la Amsterdam del siglo XVII, Baruch Spinoza pertenecía a una familia de mercaderes pero pronto se interesó en el estudio de la ciencia moderna y la filosofía cartesiana. Sus ideas contrarias a la religión tradicional deben haber surgido cuando era muy joven, pues no tenía más de veintidós años cuando fue duramente excomulgado de su sinagoga (o sea, fue vitriólicamente maldecido, y se prohibió a todos los miembros de la comunidad tener ningún contacto con él). El resentimiento de las autoridades religiosas hebreas contra nuestro filósofo debe haber sido tan fuerte que incluso tan recientemente como en en año 2012, el principal rabino de Amsterdam (Pinchas Toledano) rechazó aceptar una petición pública para levantar el anatema aún vigente contra Spinoza.
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Las "absurdas ideas" de Spinoza (para usar los propios términos de Toledano) se publicaron más de una década después de su excomunión, en el ya mencionado Tratado teológico-político, ciertamente uno de los hitos del pensamiento occidental (aunque los filósofos, extraños como siempre son, tienden a mostrar una incomprensible preferencia por su otra obra importante, la póstuma Ética demostrada al modo geométrico). El Tratado constituye el punto de la historia donde el pensamiento racional se libera positivamente del opresivo dominio de los dogmas religiosos. La obra comienza mostrando que la "profecía" (en el sentido religioso de transmitir la palabra de Dios, no el de predecir el futuro) no puede tomarse más que como un efecto psicológico de la imaginación de los llamados "profetas", que no pueden en modo alguno estar ciertos racionalmente (o sea, cartesianamente) de la verdad de lo que la supuesta "voz de dios" se supone que les dice. Spinoza (que por aquel tiempo había cambiado su nombre hebreo a la forma latinizada "Benedictus") pasa entonces a criticar la noción de "milagro", algo que simplemente afirma que no puede ocurrir, por constituir una violación de las leyes racionales de la naturaleza. Esta crítica, digamos "metafísica", no debe ser confundida con el argumento "epistemológico" que presentó casi un siglo más tarde David Hume, o sea, el argumento de que cuando alguien afirma haber sido testigo de un milagro, hay dos posibilidades: que el milagro (una violación de las leyes naturales) haya tenido lugar, o que el testigo se equivoque; puesto que, por definición de lo que es una "ley natural", siempre es más probable lo segundo que lo primero, la conclusión es que nunca podemos racionalmente creer que ha ocurrido un milagro. Spinoza pasa entonces a criticar, como Hobbes había hecho poco antes, la tesis de que Moisés había sido el autor del Pentateuco, pero aplica la misma crítica a otros libros del Antiguo Testamento (Josué, Jueces, y Reyes), los cuales muestra que no han podido ser escritos cerca del tiempo de los acontecimientos que se narran en ellos, sino sólo muchos siglos después.
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A continuación, y de modo más importante, Spinoza introduce la idea de que la EScritura no puede ser vista como una fuente privilegiada de conocimiento, sino sólo como un objeto de conocimiento, es decir, como algo que tiene que ser estudiado igual que cualquier otro objeto que encontremos en la naturaleza (o sea, "científicamente", que diríamos hoy en día). La principal cuestion no es, por tanto, si lo que se dice en la Biblia es verdad o no (lo que Spinoza duda en gran parte), sino por qué dice lo que dice. La respuesta es que la Escritura no debe ser vista como un relato literalmente verdadero de hechos históricos, sino sólo como una exposición de lecciones morales. Este conocimiento moral puede ser alcanzado también por la razón gracias al análisis filosófico, pero la Biblia estaba dirigida (y sigue estándolo, dice Spinoza) a gente inculta que no tenía la posibilidad de dedicarse a la filosofía racional, y para ellos los cuentos alegóricos son una vía de instrucción moral mucho más eficiente que los silogismos. Spinoza no duda de la verdad de estas enseñanzas morales, ni de que pueda decirse que, en algún sentido, tienen "origen divino", pero rechaza definitivamente el poder de las autoridades religiosas y civiles para imponer a los ciudadanos unas creencias u otras, y cierra su Tratado con una de las primeras y más claras defensas de la absoluta libertad de pensamiento y expresión.
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El escepticismo sobre la religión se convirtió, pues, en un importante actor de la escena filosófica en la segunda parte del siglo XVII, aunque, como hemos visto, básicamente ninguno de aquellos escépeticos alcanzaron el punto de negar la principal afirmación de las religiones monoteístas: la existencia de dios. Quizás el primero en hacerlo fue un oscuro polaco llamado Kazimierz Lyszczynski (1634-1689), que fue acusado y ejecutado en la hoguera por escribir un libro titulado De non existentia Dei. El pobre Casimiro intentó convencer al tribunal de que su manuscrito sólo era la primera parte de un libro más largo, cuya aún no comenzada segunda parte pretendía refutar las afirmaciones de la primera, y de este modo probar que dios sí que existe. Aunque no está claro por qué este sensato argumento no llegó a persuadir al tribunal, Lyszczynski ha entrado en los anales sde la historia como la primera persona de la Edad Moderna que fue ejecutada por ateísmo en el sentido actual del término (mucha gente había sido ejecutada como "atea", pero esa acusación sólo significaba hasta entonces algo así como "contrario a la religión oficial", y la mayor parte de los llamados "ateos" eran sencillamente seguidores de otras religiones).

lunes, 4 de abril de 2016

¿Cuánto mide un metro?

Leyendo el libro Quantum computing since Democritus, de Scott Aaronson, me encuentro con un divertido hecho matemático que no conocía, y que comparto con vosotros (supongo que se tratará de un teorema con alguna denominación común, pero el libro no la da, y no la he encontrado).
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Se trata del hecho de que, si descomponemos en una serie infinita de intervalos un segmento de la recta de los números reales -p.ej., el segmento (0,1)-, ese conjunto de intervalos podemos reordenarlos de tal forma cubran TODA la recta de los números reales, en su infinita longitud.
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Aquí va una versión de andar por casa de la prueba (basada en lo poco que dice el libro al respecto; disculpas a los entendidos si meto la pata en algún detalle, y agradecido de antemano por las posibles correcciones):
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En primer lugar, descomponemos el segmento (0,1) de la manera siguiente: primero tomamos el intervalo abierto que va de 0 a 1/2 (o sea, 1/21); después tomamos el intervalo que va de 1/2 a 3/4 (o sea, un intervalo justo a continuación, y con longitud 1/4 = 1/22); después, el intervalo entre 3/4 y 7/8 (idem, con longitud 1/8 = 1/23); luego el intervalo entre 7/8 y 15/16 (un intervalo de longitud 1/16 = 1/24), y así sucesivamente. O sea, empezamos tomando la mitad del intervalo (0,1), luego la mitad de lo que queda, luego la mitad de lo que queda, y así hasta el infinito.
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En segundo lugar, recordemos que el conjunto de los números racionales tiene dos propiedades muy importantes: es numerable (podemos formular una función que asigne para cada número natural un número racional, de tal forma que no sobre ningún número racional) y es denso (entre dos números reales cualesquiera hay infinitos números racionales, tan próximos al primero como queramos).
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A partir de la primera propiedad podemos hacer lo siguiente: formulemos una numeración cualquiera de los números racionales, de tal forma que los tengamos ordenados del primero al último: q1, q2, ..., qn,... (nota: no se trata de ordenarlos "de mayor a menor", lo que obviamente no puede hacerse, pues no hay un número racional que sea el menor de todos, ni el mayor, ni el siguiente a un número racional dado; sino numerarlos según cualquier función definible entre los números naturales y los racionales, tal como la famosa enumeración de Cantor -ver imagen-).
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En tercer lugar, lo que hacemos es sencillamente asignar al número racional que va en el i-ésimo lugar de esa numeración, el segmento i-ésimo de la serie de segmentos que habíamos sacado del intervalo (0,1), y colocamos ese segmento sobre la recta de los números reales, de tal modo que su centro coincida con el número racional i-ésimo.
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Esto implica que alrededor de cada número racional habremos colocado un intervalo de extensión mayor que cero. Sólo queda por comprobar que no nos hemos dejado ningún "hueco" en la recta real, de tal forma que la suma de esos huecos sea tan grande que los intervalos que hemos colocado no la cubran entera, sino sólo una parte finita (por ejemplo, su longitud "original" igual a 1).
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Para esto aplicamos, en cuarto lugar, la propiedad de la densidad de los números racionales. Vamos a descomponer la prueba en dos casos. Primero, no podemos habernos dejado ningún intervalo de la recta real sin cubrir, es decir, un conjunto (a,b), donde a y b son números irracionales, y donde no haya colocado ningún fragmento de los que sacamos del segmento (0,1). Esto es obvio, porque entre los números a y b habrá infinitos números racionales, y cada uno de ellos tendrá colocado a su alrededor un intervalo de los que hemos tomado.
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Segundo, no podemos habernos dejado ningún número irracional "suelto": si hubiera sido así, tendríamos que el número irracional que nos hemos dejado (p.ej., el raíz de 2 de la imagen) tendría un intervalo a la derecha y otro a la izquierda, de los cuales sería el límite. Pero por construcción de nuestra serie de segmentos, tenemos que la longitud de todos los intervalos sacados del segmento (0,1) es igual a un número racional, y al haberlos colocado de tal forma que justo en su centro haya un número racional, la distancia entre ese número y el borde del intervalo es justo la mitad del intervalo, una medida que también es un número racional, de modo que el límite de los intervalos no puede coincidir nunca con un número irracional.
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Así pues, todos los números irracionales de la recta real deben estar dentro de algún intervalo de los que hemos recolocado de esta manera tan ingeniosa.
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¿Cuánto mide, por tanto, "realmente" el segmento (0,1)? Pues depende: no tiene una medida "real" y "absoluta", sino que depende de en qué orden enumeremos los segmentos. Lo que demuestra la construcción que acabo de ofrecer es que hay algún modo de ordenar los infinitos segmentos en que descompusimos el segmento (0,1) de tal modo que la longitud que nos sale es infinita. QED.
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Por cierto, la misma prueba sirve también para demostrar que el intervalo (0,1) -o, para el caso, cualquier otro intervalo del tamaño que deseemos, p.ej., el intervalo (5,000000001, 5,000000002)- podemos cortarlo en trozos que, recolocándolos, cubran cualquier otra longitud que deseemos -p.ej., enumerando el conjunto de números racionales del intervalo (2000, 6000), de modo que hayamos cubierto una longitud de 4000 unidades-.
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Es decir, que una determinada extensión (un metro, p.ej.), nos puede dar de sí todo lo que queramos. Lo que venían a hacer nuestras madres con el sueldo familiar, o mi tocayo más famoso con los panes y los peces, vaya.

viernes, 1 de abril de 2016

Autorretrato

Este mundo interior que me atosiga,
que me acompaña desde tan pequeño,
que más que dominarlo, él es mi dueño,
que parece un dragón en la barriga;

esta idiotez -perdona que te diga-
que no se va por mucho que me empeño, 
que hace a mi mente arder igual que un leño,

que me humilla, me aturde y me fustiga;

este ser yo sin más, absurdamente,
este vivir de lejos cada día,
este sentirme siempre diferente,

esta dichosa ley de extranjería
que me hace estar y parecer ausente,
será, no sé, tal vez... ¿filosofía?
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jueves, 3 de marzo de 2016

El escepticismo, una breve e incierta historia (7): La guerra de las vulgatas.

Quien haya ido siguiendo esta serie habrá seguramente aprendido unos cuantos detalles sorprendentes acerca de la historia del pensamiento occidental. P.ej., el hecho de que los antiguos escépticos consideraban que era la suspensión de la creencia, más bien que la certeza, lo que con más seguridad nos conduciría a la felicidad (mediante la virtud de la imperturbabilidad: ataraxía). O el hecho de que el empirismo radical, aunque usualmente asociado en nuestros días con algún tipo de idealismo (la tesis de que los "datos sensibles", hechos de algún tipo de sustancia mental, son nuestro único acceso directo al conocimiento), estaba en sus orígenes más bien asimilado a una forma típica de materialismo. O el hecho de que el objetivo de la mayor parte de los escritos de los escépticos, hasta los primeros siglos de la Edad Moderna, no era la fe, o la religión en absoluto, sino más bien lo que sus contemporáneos tomaban como "ciencia". Vamos a hacer un breve desvío en la cronología de nuestra historia (que en la entrada anterior alcanzó a Hume, en la cumbre de la Ilustración), para analizar, como cierre de esta historia, de qué modo la religión acabó convirtiéndose en la víctima paradigmática de los argumentos escépticos.
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Por supuesto, ya habían sido nuestros amigos los filósofos griegos los que habían empezado a ofrecer algo así como una "crítica racional de la religión". Por ejemplo, el presocrático Jenófanes de Colofón (siglo VI aC) había ya puesto de manifiesto la irracionalidad de atribuir cualidades antropomórficas a los dioses, y más tarde los epicúreos habían sometido también a un escrutinio radical las prácticas tradicionales asociadas a las religiones establecidas, basadas en ideas erróneas sobre la naturaleza de los dioses (quienes, según Epicuro, eran tan perfectos y felices que no podían sentir la más mínima preocupación por las miserias humanas). Pero como vimos en las entradas tercera y cuarta de esta serie, la mayoría de los autores medievales y renacentistas que podrían clasificarse como "escépticos" no dirigieron sus argumentos contra las "verdades reveladas" de las religiones de la época, sino más bien contra las teorías filosóficas más aceptadas en aquel tiempo. Es más, en muchos casos su escepticismo fue usado más bien como un arma contra quienes pretendían defender la posible superioridad de la investigación racional sobre la fe.
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De todas maneras, durante más de un milenio de contacto con las teorías filosóficas, las religiones monoteístas no habían tenido una relación precisamente fácil con ellas. El filósofo platónico Celso (siglo II dC) había ofrecido una crítica devastadora de algunas afirmaciones centrales de los cristianos, mostrando que eran literalmente absurdas desde un punto de vista racional, pero el trabajo de un colosal ejército de teólogos durante los siglos siguientes (empezando con el primer crítico de Celso, Orígenes) había ayudado a construir un complejo andamiaje filosófico que sirvió para hacer que los dogmas de la religión pudieran ser más o menos digeribles para las mentes razonablemente lógicas, aunque la mayor parte de los intentos de elaborar un diálogo entre la revelación y cualquiera de los filósofos clásicos había conducido a una miríada de escaramuzas, a veces sangrientas, y a la conclusión de que, cualquiera que fuese la relación entre la "razón" y la "fe", la segunda era inmensamente superior en cuanto fundamento de nuestro conocimiento sobre dios y sobre nuestra "salvación".
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Entre las religiones "del Libro", las nociones de "fe" y "revelación" eran difícilmente distinguibles de sus textos sagrados respectivos: la Torá, la Biblia, o el Corán. De hecho, la más joven de las tres grandes religiones monoteístas fue desde el principio tan consciente de esa identidad que dedicó todos los esfuerzos posibles para preservar la integridad de su propio texto sagrado, un esfuerzo humano que, por supuesto, aunque mucho más exitoso que en el caso de las biblias hebrea y cristiana, no pudo ser absolutamente infalible. Esto significa que el escrutinio racional de los textos sagrados siempre constituyó un peligro sustancial para la integridad de la fe, y las religiones intentaron construir un formidable muro protector institucional que impidiera que el estudio de esos libros fuera realizado en sitios o por personas inapropiadas. Fueron, por supuesto, los humanistas del renacimiento quienes dieron el paso obvio de pensar que, aquello que estaban haciendo para "recuperar" la pureza de los textos de los filósofos, poetas, gramáticos e historiadores griegos y latinos, también podía hacerse para analizar los propios textos bíblicos.
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Esto resultaba aún más claro para los católicos romanos (no sólo comparado con los judíos y los musulmanes, sino con los cristianos griegos ortodoxos), pues en su caso, el texto sagrado, reverenciado, y supuestamente infalible que para ellos era "la palabra de dios", no era otra cosa que una traducción, una traducción que era en su mayor parte la obra de un solo hombre, san Jerónimo, entre los siglos IV y V de nuestra era. Era este texto latino, conocido como la Vulgata, el que era usado en las misas católicas, además de como la más autorizada fuente de citas para apuntalar cualquier opinión, sentencia o discurso. Naturalmente, los católicos no podían realmente pretender que dios "hablaba" latín, como los musulmanes afirman que Alá "habla" en árabe, pues ni Moisés, ni Jesús, ni san Pablo hablaban o escribían en el idioma de Julio César (Pablo quizá podría hablarlo o entendero, si era verdad que era un ciudadano romano, pero todos sus escritos preservados esta´n en griego, incluyendo su Carta a los romanos). Además de eso, la Biblia cristiana, y en particular el Nuevo Testamento, al contrario que el Corán, es una colección heterogénea de libros escritos por muy diversos autores durante un período de un siglo o más, de los cuales sobrevivían muchas copias no siempre coherentes entre sí, y además en competencia con otros muchos textos (después conocidos como "apócrifos") que también reclamaban para sí mismos la autenticidad asociada a los apóstoles de Jesús o a sus primeros seguidores.
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Para muchos humanistas del renacimiento, la tentación de aplicar su savoir-faire filológico al problema de establecer una edición correcta del texto griego del Nuevo Testamento, así como una traducción adecuada al latín, debió de ser harto excitante. Corresponde a Erasmo de Rotterdam el mérito de haber sido el primero en acabar ese trabajo, en una formidable carrera por la prioridad contra el equipo que editó la Biblia Políglota Complutense. Erasmo publicó la primera edición impresa del Nuevo Testamento griego (con el título de Novum Instrumentum, y luego conocida como Textus Receptus) en 1516, mientras que los académicos a cargo de la edición de la Biblia de Alcalá, encargada por el cardenal Cisneros a un equipo cuyo director fue Diego López de Zúñiga, no la pudieron ver publicada hasta 1520 (aunque se dice que el Nuevo Testamento estaba impreso ya en 1514, y su publicación se retrasó hasta que estuviera completa la traducción del Antiguo). En su encargo ofical, Cisneros afirmaba que su fin más importante era "revivir el hasta ahora durmiente estudio de las escrituras" con la ayuda de los mejores eruditos que fuera posible; incluso se intentó enrolar al propio Erasmo en el equipo (al que pertenecían varios judíos conversos), pero el flamenco rechazó la invitación y prefirió trabajar en su propio proyecto, quizá teniendo acceso a más y mejores manuscritos en las bibliotecas italianas y alemanas. La negativa de Erasmo dio ocasión a su famosa frase "non placet Hispania" (en una carta escrita a Tomás Moro), lo que algunos atribuyen a la prevalencia de gentes de origen judío en el mundillo intelectual español de aquella época.
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Los humanistas tenían tres quejas principales en relación con la Vulgata. En primer lugar, el texto, tras más de un milenio de copiar manuscrito tras manuscrito uno por uno, se había corrompido hasta un grado inadmisible para un filólogo: hacia el siglo XV, saber cuál era exactamente el texto de la traducción de san Jerónimo se había convertido en un serio problema en muchos casos, pues algunos manuscritos contenían lecturas diferentes en muchos puntos. En segundo lugar, el hecho, ya mencionado, de que la Vulgata era ella misma una traducción, hacía que se deseara una buena y fiable edición del texto griego, que seguramente iluminaría mejor el sentido de la revelación divina. Y en tercer lugar, y no menos importante: el texto de la Vulgata era... pues eso, vulgar. Al fin y al cabo, el papa de origen lusitano Dámaso I había encargado a san Jerónimo una traducción de la Biblia a un lenguaje que la mayor parte de los hablantes de latín de la época pudieran entender con cierta facilidad, pues la mayor parte de las traducciones parciales que existían por entonces (lo que luego se denominó Vetus Latina) habían sido vertidas en un lenguaje más bien "clásico" (digamos, "ciceroniano"), un lenguaje que a todo el mundo, salvo los muy letrados, se había convertido en casi ininteligible, sobre todo porque la mayor parte de los hablantes de latín en el siglo IV no tenían orígenes romanos. Las sutilezas gramaticales y léxicas de un Virgilio o de un Lucrecio, que más de un milenio después harían las delicias de los humanistas, habían sido aplastadas generación tras generación de "bárbaros" que, a lo largo del Imperio, habían sido forzados a aprender latín como adultos, o de boa de gente que lo había aprendido así; un latín que no recibían, por otra parte, desde los exaltados escritos de los poetas, sino más bien desde las procaces bocas de rústicos sargentos. El trabajo de Jerónimo había consistido, por tanto, en traducir la Biblia al latín vulgar, o sea, el comprensible por el vulgo, y de ahí su sobrenombre de "Vulgata". De hecho, la mayoría de los textos del Nuevo Testamento tampoco habían sido escritos originariamente en un griego demasiado elevado, por decir lo mínimo, de modo que una traducción "ciceroniana" de ellos era más bien una cierta traición a su estilo.
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No obstante, el esfuerzo de producir una edición y una traducción mejores de la Biblia difícilmente pudo mantenerse en las tranquilas aguas de la erudición filológica. Zúñiga, por ejemplo, compuso varios panfletos contra Erasmo, acusándole de ser mucho mejor filólogo que teólogo (es decir, de saber y entender mejor a los autores clásicos latinos que a los padres de la Iglesia; no era una crítica baladí, pues era en los escritos de estos primeros teólogos en los que san Jerónimo se basó para muchas de sus elecciones léxicas). Desde el punto de vista del español, esto había llevado a Erasmo a cometer graves errores en su traducción, ofreciendo lecturas que podían ser usadas para justificar casi cualquier herejía concebible, y que pronto fueron asociadas al más odiado de los villanos de la época, tanto en Italia como en España (Lutero, por supuesto), a pesar de la indicación del propio Erasmo de que él mismo había publicado montones de obras criticando las tesis del reformador alemán y defendiendo la legitimidad de la Iglesia de Roma. Un par de ejemplos de lo que decimos: la traducción de Erasmo dice mysterium o arcanum en los pasajes en losq ue la Vulgata se refiere al matrimonio como un sacramentum, lo que podía interpretarse como una negación del poder de la iglesia. También eligió traducir el girego kyriótetos como dominium, en vez de con la palabra elegida por Jerónimo (dominatio). Esto puede parecer una diferencia trivial, pero Zúñiga argumentaba que dominatio es una opción preferible porque "dominationes" es cómo se llamaba tradicionalmente a uno de los coros de ángeles de las cortes celestiales (recuérdese la angelo-zoología del Pseudo-Dionisio, que vimos de pasada en la tercera entrada de esta serie). La respuesta de Erasmo, tan epicúrea como sarcástica, a esta última crítica fue que no se imaginaba que los ángeles se fueran a sentir muy ofendidos por ser llamados "dominios" en vez de "dominaciones".
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Tras innumerables disputas como estas, una versión "definitiva" de la Vulgata, más o menos aceptable para los humanistas) fue encargada por la Iglesia Católica en el concilio de Trento, en la segunda mitad del siglo XVI, y publicada finalmente en 1590, gracias al trabajo de Zúñiga, Erasmo y tantos otros. Para entonces, de todas formas, la beligerancia sobre el texto sagrado de los cristianos había dejado hacía muchas décadas el campo de batalla de las bibliotecas, escritorios y universidades, para instalarse de modo irreversible en la ruptura de la propia cristiandad occidental. Incluso la idea de producir una versión latina actualizada de la Biblia se había hecho obsoleta a causa de la defensa protestante de la libertad de cada cristiano a leer el texto sagrado en su propia lengua vernáculo... una tesis que, muy probablemente, el papa lusitano san Dámaso habría entendido perfectamente bien mil doscientos años atrás. Pero esa libertad, en un momento en el que la visión del mundo estaba cambiando tan rápido y tan profundamente, iba pronto a convertirse en el peor enemigo de la supuesta verdad de la Biblia, como veremos en la última entrada de esta serie.
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El escepticismo (y 8)

viernes, 26 de febrero de 2016

El éxito de Evo Morales según Íñigo Errejón

Dice la tesis doctoral de Íñigo Errejón, en su página 575:
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"1) En Bolivia se ha generado una nueva construcción de “Pueblo”, protagonizada por los sectores tradicionalmente excluidos y empobrecidos.
2) El Gobierno del Movimiento Al Socialismo se postula a sí mismo como la encarnación y representante (sic) de esa nueva identidad, en tanto que voluntad colectiva unitaria, y a ello debe su éxito."
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Es de suponer que esa será la medida del "éxito" que el partido del que Errejón es uno de los principales cerebros pretende aplicarse a sí mismo. Los ciudadanos españoles ya no seríamos (si Podemos alcanzara el éxito político que busca) iguales en derechos, sino que habría, por un lado, un "Pueblo", cuyos "protagonistas" son los sectores más pobres de la población y "tradicionalmente excluidos", y por otro lado estaríamos todos los demás (los que, por lo que sea, no somos pobres, o no nos hemos sentido "tradicionalmente excluidos").
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Un posible gobierno de Podemos habría de ser, entonces, "la encarnación y representante" de ese "Pueblo", o de esa "nueva identidad", a la cual, quienes tienen la mala suerte de preferir un gobierno distinto, tendrían sólo la opción (como los judíos en la España de los Reyes Católicos) de convertirse y aceptar esa nueva fe en tales "identidades" y "encarnaciones", o bien de ser expulsados, marginados, oprimidos, discriminados, o no se sabe muy bien qué.
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lunes, 22 de febrero de 2016

¿Es necesario acabar con las "creencias erróneas"?

De un comentario mío en el blog "Evolución y Neurociencias":
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¿Es bueno que la gente deje de tener "creencias erróneas"? Cada vez soy más escéptico sobre este axioma de la "neoilustración", y llevo muchos años siéndolo. El hecho de que el progreso social dependa en buena medida (aunque no únicamente, ni quizá principalmente, y seguro que no linealmente) del progreso científico y tecnológico no implica que para ayudar al progreso sea necesario que toda la población, ni siquiera la mayor parte, posea un nivel significativo de "cultura científica". Los beneficios sociales de la ciencia no nos llegan a través de un mecanismo en el que un "elevado nivel de cultura científica de la población en general" sea un elemento con gran importancia causal. Es mucho más importante que algunas instituciones en particular (la universidad, la empresa, la administración...) estén abiertas a la innovación y a la exploración interesada o desinteresada. Y en todo caso, será conveniente establecer mecanismos (si se ve que son necesarios) para que las "creencias pseudocientíficas o anticientíficas" de una gran parte de la población no tengan efectos sociales nocivos.

martes, 16 de febrero de 2016

"A bordo del 'Otto Neurath'", la trilogía: 3 x 1

Está disponible en Amazon KDP la trilogía del 'Otto Neurath' ("120 nanoensayos sobre filosofía"), reunida toda ella ahora en un solo ebook, pero al precio único de 0,99 €. O sea, un "3x1" en toda regla.
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Os recuerdo que los títulos de los tres libros eran Filosofía flotante, Más allá de la indignación, y Otro puto libro de filosofía. En ellos se recogen las mejores de las entradas de las más de 1600 que llegó a tener mi viejo blog. Una oportunidad excelente para descubrir que te lo puedes pasar muy bien con la filosofía, y que el rigor intelectual no está reñido con el humor ni con la sensatez.

martes, 9 de febrero de 2016

Mentes sin cuerpo, cuerpos sin mente

Os dejo los podcasts de mis dos últimas intervenciones en el programa "A hombros de gigantes", que dirige Manolo Seara en Radio Nacional de España.
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Mentes sin cuerpo.
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Cuerpos sin mente.
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viernes, 22 de enero de 2016

El escepticismo: una breve e incierta historia (6). La madre de todas las causas perdidas

Al abrir la caja de Pandora del escepticismo, y liberar con ello al Genio Maligno que vivía en su interior, Descartes dio comienzo a un terrible choque de las placas tectónicas del pensamiento occidental, un choque cuyas ondas aún nos llegan con más o menos fuerza, y que ha contribuido en notable medida a configurar el paisaje intelectual contemporáneo. Dedicaré las dos siguientes entradas a relatar cómo el escepticismo acabó convirtiéndose en un adversario de las creencias religiosas, pero en esta me centraré en describir los vanos intentos de los filósofos posteriores a Descartes por volver a meter en su caja al escurridizo Genio Maligno, o al menos, por domesticarlo.
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No hace falta decir que los argumentos cartesianos (por la versión latina del apellido de Descartes: "Cartesius") a favor de la existencia de dios, de la existencia y propiedades de nuestra propia mente, y de la realidad de las cosas que percibimos, recibieron duras críticas desde el principio. Por una parte, muchas de las críticas que Descartes sufrió desde las, digamos, "cátedras oficiales" de las universidades de la época se referían sobre todo a la validez de sus métodos, en un intento de rescatar en la medida de lo posible los viejos "conocimientos" que se defendían desde esas cátedras (la vieja ciencia aristotélica y la fe cristiana). Por otro lado, un grupo importante de opositores a Descartes estaba constituido por lo que luego se vino a llamar "los empiristas", y quizá no por coincidencia, eran personas que solían estar fuera de los círculos académicos oficiales, es decir, no vivían como profesores universitarios, al menos la mayor parte del tiempo. (Por cierto, el propio Descartes tampoco lo era). Estos autores no se oponían tanto a la propia duda metódica cartesiana, sino a la pretensión del francés de ser capaz de probar muchas cosas gracias a ella. Por supuesto, hubo también otros filósofos que se mostraron de acuerdo con las principales tesis de Descartes, y las elaboraron y argumentaron de modos más sofisticados; estos son los que luego se conocieron como "racionalistas" (los principales representantes fueron Spinoza y Leibniz).
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Gassendi
Curiosamente, uno de los primeros autores en ofrecer una crítica de estilo empirista de las ideas de Descartes fue un sacerdote francés (además de matemático, astrónomo y físico: Pierre Gassendi (1592-1655), en gran parte dentro del contesto de su intento de utilizar el empirismo y el atomismo de Epicuro como una fundamentación del conocimiento que fuera compatible con los dogmas y enseñanzas de la Iglesia (de modo similar a como Tomás de Aquino había hecho con Aristóteles en la Edad Media; si la comparación parece extraña hoy en día, téngase en cuenta que, hasta entonces, casi todos los intentos de introducir parte de la teoría aristotélica habían sido considerados heréticos, en parte por el pequeño detalle de que Aristóteles negaba la inmortalidad del alma). También el inglés Thomas Hobbes ofreció una crítica similar ya en vida de Descartes, y de hecho, ambas críticas fueron incluidas en el amplio conjunto de "Objeciones· (y réplicas) que el propio Descartes publicó en la segunda edición de sus Meditaciones. Tanto Hobbes como Gassendi afirmaban que la única fuente segura de conocimiento son las impresiones de los sentidos, y las más o menos inciertas comparaciones y analogías que podemos derivar de aquellas (Hobbes hablaba explícitamente de "computaciones", lo que le convierte en el primer autor que identifica el razonamiento con la computación, un tema desarrollado posteriormente por Leibniz). Las supuestamente "claras y distintas" ideas de descartes, dice Gassendi, no son claras ni distintas en absoluto, sino que son muy susceptibles de llevarnos a errores y equívocos. En la líne de los escépticos de la antigüedad, Gassendi afirmaba que todas las conclusiones que derivamos mediante el razonamiento son menos seguras que lo que aprehendemos directamente por los sentidos, y no pueden ofrecernos, por tanto, una visión muy profunda de la naturaleza real de las cosas físicas (cuya naturaleza es más fácil averiguar mediante el estudio experimental), ni tampoco sobre entidades abstractas como la mente o dios. No es de extrañar que Gassendi fuera uno de los primeros seguidores del método experimental de Galileo, el cual intentó aplicar a muchas áreas de la física y de la química, además de ser también un renombrado astrónomo (fue, por ejemplo, el primero en crear un mapa de la luna). En cambio, nunca llegó a aceptar expresamente el modelo copernicano, e incluso llegó a defender públicamente a la Iglesia en el caso del juicio de Galileo, si bien algunos de sus biógrafos dudan de si esa representaba realmente su opinión privada.
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En uno de los más extraños giros de la historia de la filosofía, la dialéctica de esta discusión entre Descartes, Gassendi y Hobbes condujo unas cuantas décadas después a que se desarrollara un punto de vista completamente inesperado a la luz de la historia de la filosofía anterior. Tradicionalmente, el empirismo había sido fuertemente asociado al materialismo; de hecho, tan fuertemente que a efectos prácticos ambas expresiones podían considerarse sinónimas. Al fin y al cabo, son precisamente las cosas materiales las que podemos percibir con los sentidos, mientras que los "objetos de la razón" parecen ser todos ellos entidades "inmateriales". A pesar de ello, otro sacerdote, en este caso el pastor (y posteriormente obispo de Cloyne) irlandés y anglicano Georges Berkeley (1685-1753), publicó, cuando sólo contaba con 25 años, una de las teorías filosóficas más extrañas de todos los tiempos.
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Berkeley
Según Berkeley, sí, es cierto que es mediante nuestros sentidos que podemos obtener todo nuestro conocimiento del mundo (y esto es lo que hace de él un empirista), pero todo nuestro conocimiento consiste en ideas (un término que toma prestado del propio  Descartes), es decir, representaciones mentales, que en el caso de la percepción empírica son los colores, sonidos, sensaciones táctiles, etc., que percibimos. La cuestión que Berkely plantea a continuación es, entocnes, la de cómo podemos derivar a partir de ahí nuestra noción de materia, o "sustancia o sustrato material", o sea, la noción de esa cosa en la que los objetos que percibimos consistirían en último término. Según Berkely, la respuesta a esta cuestión es literalmente que no tenemos ni idea, pues esa idea es en sí misma una contradicción en los términos: la idea (es decir, la representación mental, o "sensación") de algo que tiene propiedades que pueden ser representadas mediante una percepción, pero que en sí mismo no es algo representable perceptualmente, o sea, "la idea (percepción) de algo de lo que no podemos tener ninguna idea (percepción)". Las únicas cosas que podemos concebir son, pues, las propias cualidades sensibles, y obviamente, también las mentes que están teniendo esas sensaciones. Por tanto, según Berkeley, ser es ser percibido (o ser una mente que percibe). Esse est percipi. La "materia" no es que no exista, sino que no puede existir, pues corresponde a una noción internamente inconsistente. Lo único que existe, dice Berkeley, son nuestras mentes y sus contenidos sensoriales, y por supuesto, aquella mente que garantiza que todo lo que existe exista incluso mientras no lo estamos percibiendo: la mente de Dios, Quien está percibiéndolo todo permanentemente.
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Esta teoría fue conocida como idealismo (lo contrario del materialismo), y tuvo, como se sabe, numerosas secuelas que caen fuera del ámbito de mi relato. Berkeley llegó tan lejos como a negar la existencia de "conceptos generales": ¿qué demonios es la noción general de un triángulo, o sea, la noción de un triángulo que no es ni rectánculo, ni acutángulo, ni obtusángulo? Tambien negó la consistencia interna del cálculo infinitesimal de Newton y Leibniz, con argumentos que, como ya hemos visto aquí, no fueron respondidos de manera convincente hasta más de un siglo después. Berkeley también escribió pangletos sobre temas bastante curiosos, como las casi universales virtudes de la infusión de alquitrán (resina de pino), un auténtico best-seller de la época, o sobre la conveniencia de bautizar a los esclavos de América, de modo que obedecieran a sus amos no sólo por temor al látigo sino también por temor a dios (un argumento que el futuro obispo concibió mientras pasaba un par de años en las Bermudas, intentando establecer allí una escuela para sacerdotes).
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Pero el filósofo que más contribuyó a la liberación definitiva del Genio Maligno fue, también ya en el siglo XVIII, el escocés DAvid Hume (1711-1776), quien también en su veintena publicó un libro que iba mucho más lejos que el de Berkeley: su Tratado de la Naturaleza Humana (1739), una larga obra de la que sólo se vendieron unos pocos ejemplares cuando se publicó, lo que llevó a Hume a resumirla en un par de libritos unos años después, en particular más interesante para nuestro tema el titulado Una investigación sobre el entendimiento humano (1748), el cual, según la modesta opinión del autor de esta serie, es el libro filosófico más importante de todos los tiempos.
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Hume
Hume simpatiza con el espíritu de la crítica de Berkeley a la idea de materia: simplemente no podemos tener ninguna idea de lo que pueda ser un "sustrato imperceptible" de las cosas materiales (aunque, por supuesto, podemos tener la idea de objetos tan pequeños que no podemos ver -los átmos, p.ej.-, siempre que nos los representemos mediante ideas sensoriales). Pero Hume afirma que exactamente lo mismo puede ser afirmado a propósito de la mente: nosotros no percibimos a nuestra mente percibiendo las representaciones sensoriales que vemos, sino que simplemente vemos esas snesaciones. No podemos afirmar, por tanto, que yo esté percibiendo una idea sensorial; lo único que una percepción sensorial permite afirmar es que está habiendo en ese preciso instante una percepción sensorial. La idea de un "sujeto mental" que es quien está "teniendo" esa percepción es, para Hume, tan endeble como la idea de "sustrato material" era para Berkeley. La famosa afirmación cartesiana, "pienso, luego existo", debe cambiarse por algo mucho más simple: "ahora mismo está ocurriendo un pensamiento; punto".
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Pero Hume nos lleva aún mucho más lejos. Tanto los cartesianos como los anti-cartesianos, e incluso el propio Berkeley, habían estado usando casi sin notarlo un principio en sus argumentos para afirmar la existencia de todo aquello cuya existencia querían probar (más allá de las sensaciones que están ocurriendo en este mismo instante): la mente, las cosas externas, o Dios. Me refiero, por supuesto, al principio de causalidad, de acuerdo con el cual todo lo que ocurre, ocurre por alguna causa. Hume se hace la sencilla pregunta de cuál podría ser una demostración de la validez de este principio. No puede ser una "verdad de la razón" (como que 2+2=4), porque nosotros podemos concebir que algo ocurra sin una causa, y las verdades de la razón son sólo aquellas proposiciones cuya negación es una contradicción, y por lo tanto, son imposibles de concebir (podemos decir que 2+2 no es igual a 4, e incluso podemos imaginarnos a nosotros mismos diciéndolo, pero no podemos tener el pensamiento de que es verdad que 2+2 es igual a 3).
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¿Podría ser un principio demostrable por la experiencia? Esta nueva pregunta le lleva a Hume al más famoso de sus argumentos: cada vez que derivamos alguna conclusión a partir de la experiencia (o sea, cada vez que hacemos una generalización, o una predicción), estamos asumiendo que aquello que no hemos observado seguirá las mismas conexiones regulares que hemos comprobado en las cosas que hemos observado. Por ejemplo, asumimos que el agua que nunca hemos observado también hervirá cuando se caliente a 100º a presión atmosférica normal. Dicho de otra manera, cuando derivamos cualquier conclusión a partir de la experiencia estamos asumiendo un principio todavía más general que el principio de causalidad: el principio de inducción, que viene a decir que si algo ha ocurrido siempre de una determinada manera cuando lo hemos observado muchas veces, también ocurrirá así todas las demás veces. Pero de nuevo, pregunta Hume, ¿cómo podemos demostrar que este principio es válido? Como en el caso del principio de causalidad, éste tampoco es una verdad de la razón (podemos concebir casos en los que no se cumple; es más, añade sutilmente Hume, si fuera una verdad de la razón, ¿por qué habríamos de sentirnos más seguros de que una generalización es válida cuantos más casos hayamos visto en que se cumple?). Entonces, ¿podemos demostrarlo empíricamente? De nuevo: no, pues esto sería una flagrante petición de principio: "si hemos observado que el principio de inducción se ha cumplido siempre en los casos que hemos observado hasta ahora, entonces, por inducción, concluimos que será válido en todos los demás casos". Es obvio que en este argumento estamos usando justo el principio cuya validez pretendemos probar gracias al argumento, así que el argumento no es válido.
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En conclusión, no podemos tomar por válido el principio de inducción, ni con él, todas aquellas cosas que queríamos demostrar con su ayuda. Estamos totalmente limitados a las regularidades empíricas quque observamos, y a nuestro sentimiento de esperanza y seguridad en que esas regularidades serán más o menos permanentes. Pero todas nuestras conjeturas pueden fallar en algún momento, por lo que no existe, ni puede existir, algo así como un "conocimiento cierto" del mundo, y mucho menos de aquellas coas que no podemos observar ni directa ni indirectamente. Ni siquiera podemos estar seguros de nuestros recuerdos, pues nuestra experiencia presente de ellos suponemos que es un efecto del hecho de que tuviéramos algunas experiencias en el pasado, y esta relación de causa y efecto es tan insegura como todas lo son en último término. En definitiva, lo que llamamos "conocimiento" es más bien la costumbre o el hábito de esperar que las operaciones de la naturaleza sean iguales en todo tiempo y en todo lugar a como creemos recordar que las hemos observado. No debe sorprendernos, por tanto, que después de horas y horas especulando sobre estas cuestiones, la única reacción sensata para Hume fuera la de salir de casa para jugar con los amigos al billar durante no menos horas.
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Más:
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La versión original del artículo en Mapping Ignorance.
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La viagra de Hume.

lunes, 4 de enero de 2016

¿Divulgación científica de masas?

Ayer por la noche me llamó la atención un tuit de @pjbarrecheguren (de los chicos de The Big Van Theory), en el que se lamentaba del poco éxito que había tenido el programa de TV Órbita Laika, en comparación con Cuarto Milenio: mientras aquel no parece que vaya a pasar de la segunda temporada, éste lleva ya 11 años en la parrilla, y todo hace pensar que seguirá mucho tiempo.
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Apasionado como soy de la ciencia desde mi juventud, y comprometido como estoy con la divulgación científica desde hace muchos años, no puedo sino experimentar simpatía por el lamento de Pablo Barrecheguren, y compartir su seguramente no del todo sana envidia por el éxito descomunal de la criatura de Íker Jiménez. Pero también pienso que hay que ser realista, y contemplar las cosas en su justa perspectiva. ¿De qué nos estamos quejando, exactamente? ¿De que la ciencia no consiga enormes audiencias en la televisión? ¿Es realmente eso lo que deseamos?
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Tengo que confesar que no he visto ni un solo programa de Órbita Laika, tan sólo algún fragmento enlazado por tuíter. Tampoco he visto jamás Cuarto Milenio, aunque alguna vez quizá me haya quedado viéndolo un par de minutos mientras zapeaba. Pero lo mismo, o peor, puedo decir de casi todos los programas de televisión de los últimos diez años. Simplemente, yo no veo casi nada de la televisión (un partido de fútbol, o alguna otra retransmisión deportiva de vez en cuando, y a veces El Intermedio cuando acabo de cenar a tiempo). En cambio, paso muchísimo más tiempo navegando por internet, leyendo libros, e incluso viendo películas en el cine. Quizá no soy un miembro muy representativo de la población de "amantes de la ciencia", pero sospecho que en esta población, el número de horas que se ve la tele por término medio es bastante menor que entre el conjunto de personas aficionadas a los misterios para(sub)normales. Los amantes de la ciencia tenemos un montón de maneras mucho más gratificantes de acercarnos a ella que viendo un programa de varietés, por muy entretenido que este programa pueda resultar. Sólo por indicar una diferencia importante: lo que nos gusta no es sólo enterarnos de alguna noticia curiosa (que también), sino entender con cierto detalle los intríngulis del asunto, cómo se ha llegado a un descubrimiento, qué problemas y polémicas se tuvieron que superar, etc., etc., y estas son cosas que, al menos para mí, se aprecian y disfrutan mucho mejor en otros formatos que te permiten una contemplación más reflexiva.
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Otro punto importante: mi experiencia con Órbita Laika es demasiado escasa como para tener siquiera una idea clara acerca de cuál era el objetivo principal de los creadores del programa; quiero decir que no sé si lo plantearon como una especie de "invitación a la ciencia" para personas que tenían poco conocimiento de ella y para quienes el programa podría ser una primera aproximación (o casi), o si más bien la idea era la de crear un "programa de entretenimiento" para que los que ya son, o somos, frikis de la ciencia pudiéramos sentirnos reconocidos como colectivo, riéndonos de cosas que sólo nosotros entendemos, o algo así. O quizá era una mezcla de ambas cosas, o de algunas más que no me vienen a la cabeza. En cualquiera de los dos casos, opino que es harto improbable que un programa de esas características se pueda convertir en un éxito de masas: una vez que ya estás "invitado" a la ciencia, si te ha gustado, quieres droga más dura, y las "invitaciones" las ves como destinadas a un público con bastante menor cultura científica que tú; y el "entretenimiento científico" está muy bien, pero para ser permanentemente gracioso requiere un público con suficiente cultura científica, que casi por definición será minoritario.
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Quiero dejar muy claro que nada de esto lo digo como una crítica a este tipo (o tipos) de programas: me parece fenomenal que se emitan, y que se haga el esfuerzo por realizarlos con gran calidad. Y deseo, por supuesto, que se sigan haciendo y tengan una audiencia cada vez mayor. Sencillamente estoy diciendo que no me parece realista quejarse de que esa audiencia, por grande que sea, se quede a mucha distancia de cosas como Cuarto Milenio (o Sálvame, o el fútbol). Un programa con éxito de masas permanente necesita ofrecer algo de lo que la gente no se canse: la gente, por ejemplo, no se cansa (todavía) de ver hacer recetas de cocina una y otra vez, en parte porque es algo relativamente fácil, que, en la mayor parte de los casos, puedes hacer tú en tu propia casa, y que puede hacerte quedar bien ante la familia o los amigos. O de escuchar un cotilleo más, enterarte de un misterio más, o ver un gol más; estas últimas cosas son, digamos, "entretenimiento intransitivo", no va más allá, se disfruta en el momento sin exigirte capacidades intelectivas por encima de la media. Pero la ciencia no puede ofrecer eso mismo: los principios científicos que resulta más o menos fácil entender son pocos, y una vez que los has entendido, te aburre que te los cuenten una y otra vez. Así que tiendes a buscar material más sofisticado. Y así es como tiene que ser.
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Hace mucho tiempo, en una blogosfera muy lejana:
El periodismo científico como subgénero del periodismo deportivo
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