lunes, 21 de septiembre de 2015

¿Puede un cristiano creer en el pecado original y en la teoría de la evolución?

De un comentario mío en el blog "La ciencia y sus demonios" .
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La idea del pecado original es perfectamente “salvable” sin asumir la literalidad del Génesis, y así lo hacen la inmensa mayoría de cristianos cultos. El pecado original es, según estos cristianos, una condición antropológico-teológica, de la que el relato del Génesis daría simplemente una explicación metafórica, igual que los antiguos griegos podían aceptar el mensaje moral y metafísico fundamental de la historia de Edipo sin necesidad de creerse a pies juntillas que dicha historia había sucedido realmente.
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De hecho, la idea de que la Biblia (o los mitos de las religiones politeístas, digamos) debe entenderse literalmente es una invención relativamente moderna. A lo largo de la mayor parte de la historia del cristianismo (y en la teología católica, siempre) se ha tenido claro que la Biblia tiene un “significado profundo”, “místico”, que va más allá de lo que pone literalmente, pues es alegórico más que literal. Por supuesto, en ausencia de pruebas en contrario siempre se prefería asumir el significado literal, pero en general los teólogos católicos no han puesto demasiado empeño en el tema de la literalidad. El protestantismo lo fomentó mucho más al considerar la Biblia como un texto abierto a la lectura de todo el mundo, que no necesitaba “intérpretes autorizados”, sino que incluso la persona con menos cultura lo podía entender.
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Otra cosa es que la concepción teológico-metafísica sobre la que se basa la idea del pecado original haya alguna razón válida para aceptara, claro.
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En el Otto Neurath:
¿Puede un darwinista ser del Atleti?

miércoles, 16 de septiembre de 2015

El escepticismo: una breve e incierta historia (2). Me pirrian los pirrónicos

Terminábamos la primera entrada de esta serie introduciendo al pensador que seguramente puede pasar por ser el primer escéptico propiamente dicho: Gorgias de Leontini, quien parece ser que afirmaba que: 1) nada existe, 2) si algo existiera, no podríamos conocerlo, y 3) si algo existiera y pudiéramos conocerlo, no podríamos contárselo a nadie. Su posición, de todas formas, es solo ligeramente más escéptica que la de un conocido contemporáneo suyo, el ateniense Sócrates (aprox. 470-399 aC), el maestro de Platón (y de muchos otros), y cuya principal tesis conocida es el famosísimo "solo sé que no sé nada".
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En realidad, es muy poco lo que sabemos a ciencia cierta sobre el pensamiento del buen Sócrates, porque, por una parte, él mismo parece que no escribió nada, y por otra parte los muchos discípulos que contaron cosas sobre él le atribuyeron ideas bastante diferentes.Lo que parece claro es que Sócrates practicaba una forma de razonamiento (o diálogo) que llevaba a los otros a cometer flagrantes contradicciones, mostrando así que los principios en los que decían basar sus opiniones tenían bastante poco valor. Los dos principales pasos en esta estrategia consistían, primero, en forzar a la otra persona a ofrecer una definición de algún concepto importante que estuviese usando, y en segundo lugar, en intentar hallar contraejemplos de esa definición. Es probable que Sócrates se refiriese a este modo de argumentar (después llamado "método socrático") como "examen" (en griego, skepsis), pero sus seguidores más importantes (Platón, y unos años después Aristóles, así como varios más) parecieron tener suficiente confianza en la mente humana como para poder encontrar algo así como un fundamento sólido al conocimiento racional (episteme, o, como se diría luego en latín, scientia), tanto en el terreno teórico como en el práctico.
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Al ser los primeros filósofos de los que nos han llegado numerosos escritos íntegros, la historia de la filosofía que se deriva de las obras de Platón y Aristóteles ha proporcionado una imagen de Sócrates como alguien que acertó a plantear las preguntas correctas y a criticar las respuestas incorrectas, pero que no dio con la forma de empujar a la razón hasta dar con las respuestas apropiadas (un poco al estilo de Moisés, muriendo justo antes de que su pueblo entrase en la Tierra Prometida). Habría tenido gracia ver cómo el propio Sócrates hubiese reaccionado de haber llegado a conocer los escritos de estos filósofos clásicos. Apostaría a que les habría aplicado su "examen", haciéndoles contradecirse una y otra vez, igual que a aquellos contemporáneos suyos que, cansados de tanta contradicción, lograron librarse de él condenándole a beber una copa de cicuta.
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Pero el hecho es que hubo varios filósofos que desempeñaron justo ese papel que acabo de imaginar para Sócrates, en particular varios discípulos suyos, discípulos de sus discípulos, etc. etc. Algunos lo hicieron desde la mismísima cátedra de Platón, es decir, desde la Academia fundada por él, en concreto sus líderes Arcesilao y Carnéades (siglo III aC), quienes al parecer se volvieron radicalmente escépticos. La más famosa escuela filosófica defensora del escepticismo en la Antigüedad fue fundada, en cualquier caso, unas cuantas décadas antes por Pirrón de Elide (una ciudad al noroeste del Peloponeso, cerca de Olimpia), quien vivió aproximadamente entre los años 360 y 270 aC (por la edad, podría haber sido un hermano menor de Aristóteles, pero le sobrevivió cinco décadas). El maestro de Pirrón había sido Euclides de Megara (no confundir con el de Alejandría, el famoso matemático), que a su vez había sido uno de los discípulos de Sócrates, y en cuya escuela parece que estuvo el origen de lo que hoy se conoce como lógica proposicional, además de cultivar el gusto por las paradojas al estilo de Zenón y los sofistas.
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Siguiendo el ejemplo de Sócrates, ni Arcesilao, ni Carnéades, ni Pirrón dejaron obra escrita alguna. Parece que consideraban la filosofía más bien como una actividad vital, y la enseñanza como una comunicación personal entre maestros y discípulos, que no tenía mucho sentido plasmar con tinta en los papiros. Eso hace que sea muy difícil reconstruir sus ideas. Por suerte, algo que puede ser muy parecido al pensamiento de Pirrón (y elaborado por sus sucesores en la escuela escéptica) se escribió nada más y nada menos que cuatro siglos después de su muerte, por un autor bastante oscuro conocido como Sexto Empírico (aprox. 160-210 dC). Ese libro, titulado Esbozos pirrónicos, es nuestra principal fuente de conocimiento del escepticismo antiguo.
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Hablaré en un momento de ese libro, pero antes debo confesar que, para mí, la gran tragedia de la historia del escepticismo es que no se nos haya conservado ni una sola línea de un discípulo directo de Pirrón, llamado Timón de Fliunte, quien sí que escribió una muy abundante obra en muy variados géneros, aunque las más populares fueron sus "Sátiras", la mayoría de las cuales eran supuestos diálogos inventados entre él mismo y un filósofo mucho más antiguo, Jenófanes, que parece que también había compuesto sátiras. Estas obras contenían una crítica burlesca de la mayor parte de las teorías filosóficas de la época, seguramente basadas en argumentos de Pirrón. Otra obra de Timón que conocemos por fuentes secundarias se titulaba "Apariencias", y parece que era un resumen de las ideas de su maestro.
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Lo que parece seguro es que los argumentos escépticos de Pirrón estaban basados en la confrontación de razones a favor y en contra de cada tesis, y en la idea de que la actitud más racional cuando hay buenas razones tanto a favor como en contra de algo es la suspensión del juicio (epojé), y que esta era a su vez el mejor camino hacia el mayor de todos los bienes: la ataraxía o imperturbabilidad. Esto último puede resultar muy extraño para nosotros, hijos del cristianismo y de la ilustración, pues, ¿no es al fin y al cabo la incertidumbre lo que más debemos temer? ¿No es el conocimiento lo que puede salvarnos, o al menos hacer nuestra vida más confortable? El escepticismo antiguo parece haber funcionado desde un paradigma totalmente distinto: es tan poco lo que podemos saber con certeza, nos dirían, que tener opiniones demasiado rotundas sobre casi cualquier tema puede causarnos más daño que beneficio, así que es mejor no tener opiniones rotundas sobre casi nada (o, en la mayoría de las versiones del escepticismo, sobre casi nada que no sea directamente observable por los sentidos).
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Es interesante comparar esta estretegia de búsqueda de la felicidad con la de otras escuelas de la filosofía antigua, como los estoicos, platónicos, epicúreos o cínicos: en cierto sentido, todas ellas perseguían el mismo fin (la ataraxía), mediante distintas combinaciones de conocimiento y de limitación de los deseos, aunque no estaban de acuerdo en qué cosas se podían (y merecía la pena) conocer, ni en qué deseos había que limitar y cuánto. Los escépticos, en cambio, propusieron algo así como un cortocircuito: es el reconocer que no podemos saber básicamente nada lo que nos conduce directamente a la imperturbabilidad.
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Volviendo a nuestro amigo Sexto, su libro es una recopilación de los "tipos" de argumentos (o "tropos", literalmente "caminos" o "vías" -de argumentación-) que habían sido expuestos por escépticos anteriores, sobre los que destaca Enesidemo de Cnosos, que trabajó en Alejandría en el siglo I aC. La lista de argumentos más famosa es la conocida como "los diez tropos", que menciona las diez dificultades más importantes que se pueden tener al intentar establecer la verdad de cualquier tesis. Algunas de estas son: diferentes animales perciben las cosas de modo diferente, así que el modo humano de percibirlas no sea el más adecuado; también diferentes individuos perciben de modo distinto, o el mismo individuo en circunstancias distintas, o mediante sentidos diferentes. Otro argumento se refiere a las diferencias de juicios morales en culturas distintas, de modo que los escépticos pueden verse como los precursores del "relativismo cultural".
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Otro conjunto de argumentos es el conocido como "los cinco tropos de Agripa" (del que poco más sabemos), y que son un tanto más abstractos:
-Desacuerdo: toda tesis tiene argumentos a favor y en contra.
-Regreso al infinito: cada justificación que damos de una tesis requiere a su vez otra justificación.
-Relatividad: la misma cosa parece diferente desde diversos puntos de vista (esto es un resumen de los tropos de Enesidemo).
-Hipótesis: muchas tesis son mantenidas por la gente sin ninguna justificación en absoluto, de modo que son meras conjeturas.
-Circularidad: muchas tesis se justifican con otra que a su vez se justifica con la primera.
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Independientemente de que seamos escépticos o no, hemos de reconocer que los cinco tropos de Agripa han constituido una parte fundamental de lo que ahora entendemos por una "actitud racional". La historia del escepticismo griego, a pesar de su relativa oscuridad y marginalidad, vive en nuestro pensamiento de modo mucho más intenso y profundo de lo que podríamos pensar.
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3: Dudas medievales.

domingo, 13 de septiembre de 2015

Una de escultura romana

De las mejores cosas que se pueden hacer en Roma es, por supuesto, disfrutar del Museo Nazionale Romano. Su sede principal, en el Palazzo Massimo (junto a la estación de Termini), alberga la mayoría de los hallazgos posteriores a la unificación de Italia, y que, por lo tanto, lo tuvieron más difícil para caer en manos de la iglesia o la aristocracia. La otra gran sede, en el Palazzo Altemps (entre Piazza Navona y el Ponte Sant'Angelo), contiene sobre todo la colección Ludovisi, adquirida por el estado a principios del XX. De esta segunda sede os traigo tres ejemplos que me han hecho especialmente gracia.
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"¡¡¡¡No cruces el semáforo en rojo, tío loco!!!!"
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"Dale a tu cuerpo alegría, Macarena, que tu cuerpo es pa darle alegría y cosas buenas"
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Amorcillo boxeador: enamoraba a base de hostias.

viernes, 4 de septiembre de 2015

El escepticismo: una breve e incierta historia. (1) Los orígenes

Comienzo a ofrecer la traducción de la serie sobre historia del escepticismo que estoy publicando en inglés en la página Mapping Ignorance.
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Nosotros, los filósofos, tendemos a ser algo más escépticos que el ciudadano medio (aunque quien sepa un poco sobre las teorías de algunos filósofos, entenderé que se tome con cierto escepticismo lo que acabo de decir). En esta serie de entradas os guiaré, de todas formas, por una breve visita a algunos de los personajes más encantadores de la historia de la filosofía: los auténticos escépticos. No presentaré las teorías de todos ellos, sino que sólo mostraré unos cuantos vistazos a lo que me parece lo más importante de esa historia, y en las últimas entradas, lo que tiene más relación con la filosofía de la ciencia.
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Sería injusto afirmar que el escepticismo nació junto con la propia filosofía. Lo que llamamos "filosofía" nació como el empeño de un grupo de antiguos friquis griegos (Tales de Mileto y Cía., hacia los años 600-500 A.C.) por entender el mundo mediante lo que llamaban lógos, una palabra que se traduce normalmente como "razón", pero que era el término más habitualmente utilizado para referirse a lo que llamamos "lenguaje", o de manera más ordinaria, "hablar", "charlar", como, por ejemplo en la palabra dialógos ("conversación"; el frefijo dia- significa "a través" -como en "diámetro"-, y no "dos", como mucha gente piensa por una mala analogía con la palabra "monólogo"). Dicho de otra manera, Tales y sus discípulos probaron a ver si podían entender el mundo con sus propios medios humanos, sin la ayuda de referencias a dioses o a héroes.
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Estos filósofos, conocidos posteriormente como "presocráticos", discutían sobre todo la cuestión de cuál era "el principio (arkhé) de todas las cosas". Algunos lo identificaron con el agua, otros con el aire o el fuego, otros con "lo indeterminado" (pues podría convertirse en cualquier cosa), pero unas cuantas décadas más tarde, Parménides de Elea (una pequeña colonia griega en el sur de Italia, cercana a los famosos templos de Paestum), intentó liquidar la cuestión afirmando que la cosa o principio que absolutamente todos los seres tienen en común es... ejem... ser. Lo que no coincide con ese principio (o sea, con el ser) es... ejem... no ser (nosotros diríamos tal vez "nada"). De ese modo, el ser no puede "mezclarse" con nada más porque ... ejem... todo lo que no es ser es no ser, o sea, nada. Así pues, el ser es la única cosa que "es" (nosotros diríamos "que existe"). Por supuesto, nos parece que hay muchas cosas diferentes, cosas que ahora son así y más tarde son asá, pero lo que el lógos nos dice, según Parménides, es que eso es sencillamente falso: lo único que hay es el ser, eternamente igual a sí mismo. No hay pluralidad, no hay pluralidad, no hay cambio. Sólo hay ser.
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Tal vez, si la filosofía hubiese comenzado en un país diferente de Grecia, esto habría sido su final, con la teoría de Parménides (o más bien, su poema, pues lo escribió en hexámetros homéricos) transformada en una especie de culto místico en el que se recitaran sus versos hasta el fin de los tiempos. Pero la droga del dialógos era ya imposible de erradicar del corazón de los griegos (bueno, imposible del todo, no: más de mil años después, el emperador Justiniano decretó que ya estaba bien de filosofía y cerró todas las escuelas que la enseñaban en el imperio bizantino, mandando al exilio a aquellos de sus miembros que no quisieron convertirse al cristianismo), así que los filósofos continuaron discutiendo y discutiendo la ontología de Parménides con argumentos cada vez más elaborados. Algunos de estos argumentos son las maravillosas "paradojas" de uno de los discípulos de Parménides, Zenón de Elea, quien estaba determinado a mostrar que su maestro tenía razón. Seguramente os sonará, p.ej., el argumento de "Aquiles y la tortuga" (Aquiles no puede adelantar a una tortuga en una carrera si la tortuga sale con ventaja, pues cada vez que Aquiles llegue a un punto por el que ya ha pasado la tortuga, esta se encontrará en algún punto más adelante, y cuando Aquiles llegue a ese punto, la tortuga habrá avanzado un poco más, etc., etc., etc.).
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Otra de las paradojas de Zenón son menos conocidas: por ejemplo, argüía que una flecha que va volando por el aire no se está moviendo en realidad, porque en cada instante de su trayectoria, la flecha está exactamente en su lugar (o sea, en el espacio que dista desde el punto donde está la cola de la flecha al punto donde está su punta), y "estar exactamente en un lugar" es la definición de "estar en reposo". El movimiento sería, pues, algo así como la combinación de un número infinito d estados de reposo, pero si cada uno de esos estados es realmente de reposo, la suma de todos sólo puede ser reposo. Así que el movimiento no existe.
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Otra paradoja no se refiere al movimiento: si un grano de mijo (o, con un ejemplo más familiar para nosotros, un copo de algodón) cae al suelo, no hace ningún ruido; pero el ruido que hace al caer una fanega de mijo (o un fardo de algodón) no es más que la combinación de los sonidos que hacen cada uno de los granos (o copos) que contiene; ahora bien, si cada grano no hace ningún ruido, la combinación de miles de ellos tampoco hará ningún ruido. Así que el sonido tampoco existe.
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Ruego al lector que borre la sonrisa que se está dibujando en su rostro, pues las paradojas de Zenón volvieron locos a generaciones y generaciones de matemáticos y científicos, hasta que en el siglo XIX el análisis lógico del cálculo infinitesimal (el más exitoso intento hasta entonces de ignorar -que no de resolver- los problemas planteados por Zenón) eliminó todas las contradicciones que lo desfiguraban, y hasta que un estudio científico de la neurofisiología de la percepción se llevó a cabo varias décadas incluso más tarde. Sí, habéis leído bien: la obra monumental de Newton y Leibniz que empezasteis a estudiar en la secundaria estaba simplemente basada en contradicciones, y todos los matemáticos de 1670 a 1870 (cuando Dedekind ofreció su solución) lo sabían perfectamente, a pesar del tremendo éxito del cálculo en su aplicación y más y más problemas cada vez más difíciles. Esto significa que todos aquellos matemáticos no podían pretender poseer un conocimiento del cálculo infinitesimal que estuviera "basado en principios puramente lógicos o intuiciones auto-evidentes" (como se afirma habitualmente en otras áreas de la matemática): lo que hacían era simplemente aceptarlo como válido porque ayudaba de manera maravillosa a resolver un montón de problemas y a hacer un montón de buenas predicciones. O sea, aceptaban la validez del cálculo infinitesimal por razones empíricas. Hacia la mitad del XIX, por tanto, una parte esencial de las matemáticas eran ciencia empírica... y muchos sospechan que todavía lo es. Pero esto nos está llevando demasiado lejos de nuestra historia de los escépticos.
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A decir verdad, no podemos considerar que Parménides o Zenón sean auténticos "escépticos", pues, después de todo, aceptaban la existencia de algo (el ser), si bien dudaban de la verdad de la mayor parte, si es que no todo, nuestro conocimiento común. Para encontrarnos con el que podemos llamar el primer escéptico como dios manda tenemos que avanzar unas cuantas décadas, hasta darnos con otro italiano (más concretamente, siciliano): Gorgias de Leontini, uno de los fundadores del movimiento después llamado "de los sofistas".
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En realidad, sabemos casi tan poco de Gorgias como de sus predecesores, y es una pena sobre todo que no nos hallan llegado más que muy sucinta e indirectamente sus tesis y los argumentos con que las apoyaba. Lo que conocemos, más bien, son los intentos de algunos autores, muchas décadas o varios siglos después, por entender lo que Gorgias quería decir con aquellas extrañas tesis, que parece ser que eran las siguientes:
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1. Nada existe (o más exactamente, "el ser no es", o sea, justo lo contrario de lo que afirmaba Parménides).
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2. Si algo existiera, no podríamos saberlo.
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3. Si algo existiera y pudiéramos saberlo, no podríamos decirlo, o sea, no podríamos comunicárselo a otras personas.
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Estas afirmaciones son, sin duda alguna, llamativas. Respecto a la primera, el argumento de Gorgias parece haber sido que la existencia del ser, tal como la proponían Parménides y Zenón, llevaba a tantas contradicciones que la propia noción de "ser" no podía sino ser auto-contradictoria, y nada puede corresponder a una noción así. Respecto a las otras dos tesis, el argumento probablmeente era que el pensamiento es algo distinto del ser, y que igualmente las palabras son distintas del pensamiento: las cosas no existen en tu cabeza (Gorgias diría tal vez "en el noûs", o sea, en la inteligencia) porque pienses en ella o porque sepas que existen, y lo mismo pasa con el lenguaje: lo que transmites al hablar son sonidos, no pensamientos (ni, por supuesto, la propia realidad de las cosas sobre las cuales hablas). En resumen, el ser, el pensamiento y el habla son cosas completamente heterogéneas, de modo que no hay comunicación posible entre ellas.
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No sabemos ("por supuesto que no", diría Gorgias) si nuestro simpático sofista estaba tomándose estos argumentos (o cualesquiera que fuesen los que diera él) en serio, o sólo como un chiste. Al fin y al cabo, los sofistas eran famosos por presumir de poder convencer a cualquiera de dos tesis contrarias entre sí. Así que quizá lo único que pretendía era burlarse un poco de los parmenídeos. O quizá no.
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2: Me pirrian los pirrónicos.